Desde hace varias décadas, sobre todo en la última, no han sido pocos los debates -en ocasiones muy polémicos- que alentaban las pugnas entre la llamada cocina ‘molecular’ o vanguardista y los guisos tradicionales. De hecho, no fue hace mucho tiempo cuando el cocinero vasco José María González hizo aquellas polémicas declaraciones en las que denostaba la cocina moderna, argumentando no solo la hipotética pérdida de la comida de toda la vida, sino una crítica a las formas y al trabajo que supone crear platos ‘a la última’ hoy en día.
No seré yo quien deje de reconocer la dificultad de elaboración de esas composiciones, pero sí muchas veces el punto absurdo al que se llega con el trato que reciben algunos cocineros. Ferrá Adriá es un ejemplo de ello. Tras unos cuantos años regentando el ‘Bulli’, ha logrado que le aplaudan por cerrar seis meses al año. Por, según dicen algunos, investigar «mezclando lo físico y lo químico», parece ser que la base de la creación. Todo ello para paladares exquisitos que probablemente no sean los de los presentadores de los informativos que reciben al cocinero catalán con alfombra roja.
Adriá, según algunos expertos, los últimos de origen británico, es el mejor cocinero del mundo. En ningua ocasión he logrado averiguar cuál es el baremo utilizado para medir esa exquisitez, ya que cualquier persona de a pie puede poseer un paladar igualmente digno y preferir el chorizo como acompañante de lujo durante una comida. De hecho, recuerdo con gracia y cariño a la madre -tristemente fallecida- de un buen amigo mío, que calificaba al picadillo de cerdo como «un manjar». No encuentro la razón por la cual este plato no puede ser uno de los grandes.
La mayoría de personas nos alimentamos a base de lentejas, alubias, chuletas o ensaladilla rusa. Sin embargo son mezclas extrañas que en muchos casos, por no decir todos, no sabemos cuales son, las que se llevan el gato al agua. Esas mezclas, «lo químico y lo físico», no lo sabe apreciar ningún ciudadano, lo diré, normal. Dudo en ocasiones si los catadores no inventan argumentos para hacer crecer como la espuma a aquél cocinero que les trata bien o puede tener un negocio con ellos.
Si propusiéramos una consulta al estilo de Ibarretxe para que los habitantes de España eligiesen el mejor plato del mejor cocinero, probablemente saliera una abuela de Asturias que cocina sin parar fabes con almejas para sus hijos y nietos. O ese dueño-cocinero-camarero de un bar de pueblo que, cuando hay un buen partido, fríe unos chuletones impresionantes con su pimiento y su patata picada.
Pero seguimos en las mismas. Lo que nadie conoce, lo que nadie huele y nadie prueba es lo más exquisito. Las madres siempre dicen: «¡Cómete la salsa, que es lo más rico!» No hay mejor opción que, en vez de guisar filetes, solo se guise salsa. En este caso ocurre lo mismo: si esa cocina es la mejor, si esos platos son la panacea, que nos los dejen probar. Que nos permitan entrar en sus restaurantes sin esa traba-timo del dinero, opinar sin contestarnos «usted no tiene ni idea» y que nos digan cómo, cuando y por qué han elaborado tal compuesto.
De momento -seguro que con estas palabras no les fastidio el negocio-, habrá que seguir mirando de forma desafiante al ‘Bulli’. Casi que me quedo con el bacalao con pimientos de José María: aunque no sea mucho de pescado, sé lo que como.